Pueblos explotados, obreros
herederos del cansancio de generaciones, empresarios herederos de las riquezas
que el destino injusto les ha adjudicado. Elites de latifundios millonarios,
gracias a millones de horas de trabajo por parte de campesinos descamisados.
Por estas calles el calor
prevalece, el buen humor se abraza con las amarguras de los colores del
trafico. Las gotas del sudor de piel hacen amistad con las gotas que salpican
de un cepillao de mediodía. El mejor calmante es una arepa bien rellena, o en
el mejor de los casos, mas de una.
Culturas encontradas,
nacionalidades de visita o estadía permanente. Guajiros resistentes al peso de
la historia, mestizos luchadores del día a día. Todos juntos, iguales o
desiguales, somos la misma presa en una cola en el puente. Ese mismo que une al
desarrollo con el olvido, y que ironia esa que nos recuerda que el olvido ayuda
a impulsar el desarrollo.
Palafitos convertidos en
modernos edificios, símbolos del crecimiento. Ya nada es como antes – comenta
un viejito con el sombrero desgastado – “hay quienes prefieren un plato de
petróleo que un patacón triple. Los gringos tenían esto como una patria de
segunda mano, las riquezas se hacían aquí, amaban producir, pero disfrutaban allá
en el norte”.
Desde tempranito hay
empanadas por donde uno pase – comenta una comerciante – los kioscos están
llenos esperando a uno. El zuliano es escandaloso desde que se para. El “trajín”
de todos los días lleva como regalo 40 grados para el disfrute o calamidad de
quienes dan vida a esta tierra.
Los patacones se venden como
arroz, las voces de los buhoneros son la banda sonora de los callejones de los
mercados populares.
Los balancines son el adorno
en los patios de muchas casas y esquinas, las gotas de oro negro caen como
lluvia en las ropas de los caminantes. Esas maquinas que nunca paran de moverse
parecen pájaros negros, son los únicos buitres que no comen carroña.
Así es el Zulia, así somos,
una sonrisa de rayo nos caracteriza y un lago que ya no es lago nos abraza
desde el piélago hasta nuestras ventanas.
Carlos Espitia